La sinceridad es un valor que, a primera vista, goza de gran popularidad en nuestra sociedad. Sin embargo, en ocasiones, lo que se “vende” como sinceridad en los medios de comunicación no es sino una deformación que más tiene que ver con el exhibicionismo, las habladurías o, incluso, la difamación.
De la práctica de esta virtud dependen ámbitos tan variados como cruciales de la vida de una persona: sus relaciones de amistad, su matrimonio, e incluso su éxito profesional. Por eso es importante que los padres cuenten con criterios claros para promover en sus hijos, desde la infancia, el desarrollo de actitudes sinceras consigo mismos y con los demás.
Puede definirse la sinceridad como aquella virtud por la que el individuo manifiesta, si es conveniente, a la persona idónea y en el momento adecuado, lo que ha hecho, lo que ha visto, lo que piensa, lo que siente, etcétera, con claridad, respecto a su situación personal o a la de los demás. Todos los padres desean que sus hijos sean sinceros, pero ¿realmente pueden hacer algo para transmitirles este hábito? Y, en ese caso, ¿cómo hacerlo y cuándo empezar?
El coco y la cigüeña
Uno de los aspectos principales en los que debe centrarse la educación de la sinceridad en niños pequeños consiste en ayudarles a distinguir la ficción de la realidad. En estas edades es conveniente favorecer la imaginación, pero haciendo constar continuamente la diferencia entre la situación imaginaria y la situación real.
En este sentido, muchos padres quizás desconozcan que cuando utilizan motivaciones imaginarias para conseguir una determinada conducta, como por ejemplo, «no hagas eso o vendrá el coco»; o cuando hablan de cigüeñas cuando la madre va a dar a luz, etc.; están dificultando esa diferenciación entre ficción y realidad, tan necesaria para la transmisión de la sinceridad.
Otra de las cuestiones que los niños deben aprender cuanto antes es que dos personas pueden ver una realidad con distintos matices y no por querer mentir. Por ejemplo, en el desarrollo de cualquier juego de mesa un niño acusa a otro de haber hecho trampa. El otro lo niega y empieza una situación tensa con la intervención de los padres. ¿Qué es importante? Por una parte, mostrarles cuáles son los hechos reales, por encima de sus puntos de vista particulares, y luego centrar la atención en conciliar ambas posiciones para conseguir que una situación semejante no se repita.
Ir más allá de las mentiras
Decimos que un niño miente cuando intenta inducir a error a los que escuchan, de acuerdo con su apreciación de la realidad. Esta actitud no suele surgir hasta la edad de razón, más o menos a los siete años. Antes de ese momento, muchas de las supuestas “mentiras” pueden deberse, como hemos mencionado, a la incapacidad de distinguir lo imaginario de lo real.
Pero, incluso cuando los padres se encuentren con situaciones en las que el hijo ha tenido intención de engañar, es importante que, en lugar de quedarse en el hecho de la mentira en sí, vayan más allá, tratando de detectar la necesidad que ha llevado al niño a faltar a la verdad.
Pongamos un par de ejemplos: una niña que no tiene hermanos inventa un personaje con quien jugar; y un niño que, habiendo roto algo en casa, acusa a otra persona.
Lo que podemos hacer en el primer caso es buscar amigos para la hija, y si no es posible, no “romper” bruscamente este mundo inventado: ya pasará esta etapa.
En el segundo ejemplo, la “necesidad” que está detrás de la mentira es el miedo al castigo. Habría que mostrar al hijo, con cariño, que lo que dice no es verdad, haciéndole ver que no vamos a juzgarle ni castigarle por haber roto ese objeto.
Adolescentes: Sinceridad vs. Espontaneidad
Una dificultad que se presenta en el mundo adolescente es que parece que hay una dicotomía entre la sinceridad –que debe ir acompañada de la necesaria prudencia- y lo que llaman “espontaneidad”. Esta supuesta confrontación procede de un falso concepto de espontaneidad, a la que se concibe como desenfreno, como «liberarse» de inhibiciones, como actuar de acuerdo con el impulso del momento.
En estos casos, es recomendable razonar con los hijos (o alumnos) adolescentes. Se trata de hacerles ver que, por supuesto, es bueno actuar con autenticidad, simplicidad, etcétera. Pero que contar indiscriminadamente detalles de la intimidad propia o ajena, sin atender a si es el momento oportuno o si el interlocutor es la persona adecuada, puede conducir a resultados muy negativos –cuando no, directamente destructivos- para ellos mismos y para los demás.
Evitar disgustos
Es también frecuente que los adolescentes mientan para evitar disgustos y mantener su propia intimidad. A este respecto, los padres no deben invadir “violentamente” su vida íntima. Más bien habrá que crear situaciones en que ellos puedan contar libremente lo que quieran. Y vigilar desde lejos, enterándose por terceros del tipo de ambiente en que se mueven, etc.
Forzar a los hijos a una situación en que se ven más o menos obligados a mentir no conducirá a ninguna mejora. Por otra parte, es evidente que si los hijos no cuentan nada de sus problemas reales a las personas que les pueden ayudar, también están restringiendo sus posibilidades de madurez personal. Una vez más, la creación de espacios de confianza y comunicación mutuas es indispensable para que los adolescentes “se abran” a sus padres o profesores.
Por último, y tanto en el caso de los niños como en el de los adolescentes, habría que insistir en que el ejemplo de los padres es vital, porque casi sin darse cuenta, pueden dar la impresión de que la mentira es lícita: por ejemplo cuando, al recibir una llamada en un momento poco oportuno, piden a un hijo que se ponga al teléfono y diga que no se encuentra en casa.
Por supuesto, los padres deben evitar caer en otras actitudes más graves como la hipocresía, la adulación, la calumnia o la murmuración, que ejercerían una influencia muy negativa en la educación de la sinceridad.
Artículo original publicado en el número 15 de la revista Signos por Miguel Ángel Carrasco Barea.