Hoy por hoy existen dos temas del que todo el mundo se presta a opinar teniendo más o menos conocimiento: la medicina y la educación. Normalmente se alude a la experiencia personal vivida, pero sobre todo en el caso de la educación, se puede dar un paso más para poder prevenir consecuencias no queridas y alcanzar los fines que buscamos.
Lo que está claro es que todos los padres queremos que nuestros hijos sean felices, pero no basta con quererlo, sino saber hacerlo bien. La educación es siempre intencional y sabemos que los hijos nacen educables, pero no educados. Además, ya se da por supuesto que contamos con poco tiempo y solemos estar cansados, pero es necesaria una mínima cantidad de tiempo para empezar a hablar de calidad del mismo. Debemos plantearnos si estamos dispuestos a tener, sin quererlo, “hijos huérfanos de padres vivos” que se eduquen por otros de forma irremediable.
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Llegados a este punto, podemos preguntarnos: ¿Qué perfil tiene un padre que ejerce como tal y que consigue ganarse el respeto de sus hijos? Suelen ser padres que se autoexigen; que se esfuerzan por mejorar y no tienen reparo en reconocer sus propios errores; padres que caen, pero vuelven a levantarse con más fuerza. Son aquellos que hacen sentir a su hijo exigido pero a su vez, muy querido porque se lo ha dicho una y otra vez y se lo ha demostrado explícitamente. Padres que confían en sus hijos, aunque sufran con un lógico miedo latente.
En el caso de que les preguntásemos a nuestros hijos, la descripción sería más clara aún y práctica. Desde su perspectiva, se sienten orgullosos y consideran padres atrayentes aquellos que están presentes cuando se les necesita; que tienen sentido del humor. Padres que trabajan con profesionalidad pero que saben divertirse y disfrutar; que saben perdonar y no les supone especial esfuerzo el pedir perdón cuando se equivocan. De igual modo, pierden la credibilidad aquellos que habitualmente no hacen lo que dicen. Ya sabemos que la palabra convence pero que el ejemplo arrastra. Esta definición de coherencia es más rotunda aún cuando se trata nuestros hijos, pues siempre nos tienen como modelo de referencia aunque ni ellos mismos sean conscientes.
Respeto y autoridad
Para conseguir todo esto, no existe una fórmula mágica aunque sí unas directrices básicas. Una de ellas es saber que el respeto y la autoridad no se imponen; se ganan a pulso. Olvidémonos de tanto sermonear. Menos hablar y más escuchar de forma empática. A veces no buscan soluciones a sus problemas, solo sentirse escuchados y, de este modo, comprendidos y queridos. Si cumplimos esto, podremos exigirles hasta la saciedad porque saben que es por su bien, aunque les cueste reconocerlo desde su inmadurez.
Por supuesto que hay que corregir y reconducir. Ellos esperan esos límites que les aporta seguridad y estabilidad emocional. Tenemos que ser sus padres y no obsesionarnos en ser sus amigos, ya que amigos tienen muchos (comienzan a tenerlos ya en el colegio) y padres solo unos. Padres cercanos, eso sí; que sufren y disfrutan con ellos y por ellos; que les tratan no como son en la actualidad, sino como quieren que lleguen a serlo.
Lo contrario a esto, sería criar (no digo educar) a unos futuros hijos analfabetos emocionales o afectivamente anestesiados que serán incapaces de ser agradecidos o de ponerse en lugar del otro. Cuanta responsabilidad la nuestra…
En conclusión, educar es una tarea difícil pero apasionante. Tengamos horizontes amplios y eduquemos a largo plazo su afectividad, inteligencia y voluntad, lo cual será invertir, sin duda, en su felicidad, algo que todos queremos.