¿»Dar» o «darse»?

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En nuestra sociedad, se reconoce un amplio alcance al principio por el cual un determinado esfuerzo sólo merece la pena en función de la contraprestación que se espera recibir. En algunos ámbitos, como el comercial, este criterio tiene validez fuera de toda duda, pero, ¿qué ocurre cuando se aplica ese mismo paradigma a las relaciones sociales o familiares?

La educación de la generosidad en niños y adolescentes.

En su reciente encíclica, “Caritas in Veritate” Benedicto XVI reivindica la necesidad de que en nuestras sociedades occidentales se introduzcan comportamientos basados en la “gratuidad”, y no en el estricto equilibrio de prestaciones y contraprestaciones, como un medio para humanizar las relaciones y atenuar las injusticias a las que pueden conducir las desigualdades económicas. En un panorama social marcado por la crisis económica, en el que muchas familias tienen que convivir con la triste realidad del paro, la generosidad se revela, más que nunca, como una virtud indispensable.

La Real Academia define la generosidad como “inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés”. Desde un punto de vista más didáctico, podríamos decir que la generosidad es la virtud por la que el individuo actúa en favor de otras personas desinteresadamente, y con alegría, teniendo en cuenta la utilidad y la necesidad de la aportación para esas personas, aunque le cueste un esfuerzo.

Existen muchas maneras de ser generoso: por supuesto dando cosas a quien las necesita, pero también dando tiempo, perdonando o escuchando. A menudo, también saber recibir puede constituir un gran acto de generosidad.

El ejemplo de los padres

Pero, ¿cómo conseguir que nuestros hijos sean generosos? ¿Es ésta una cualidad innata, que se tiene o de la que se carece en función del código genético? Afortunadamente, no. La generosidad es una virtud y, como tal, no solo es posible sino que además es necesario enseñarla a los pequeños. Una vez más, es el comportamiento de los padres el que de una manera más poderosa puede influir en el desarrollo de una personalidad generosa.

En este sentido el matrimonio debe realizar un esfuerzo para manifestar generosidad a sus hijos, en primer lugar, en la atención que les ofrecen. Cabría preguntarse, ¿Qué vale más, un juguete caro o dos horas de mi tiempo? Podemos ser generosos creando un ambiente propicio para aumentar un sentimiento de hogar, de sosiego, de tranquilidad, de seguridad, de unidad en la familia.

Motivos para ser generoso

En la educación de la generosidad en los hijos juega un importante papel la motivación. En los niños pequeños no se suele encontrar una generosi­dad muy desarrollada, porque el niño no reconoce el valor de lo que tiene ni la necesidad de los demás. Tampoco, normalmente, es capaz de esforzarse mucho. Tanto niños como adolescentes con la virtud de la generosidad aún por desarrollar pueden llevar a cabo actos “generosos” por alguno de estos tres motivos: en primer lugar, porque existe una relación afectiva (es decir, porque determinada persona “les cae simpática”); en segundo lugar, porque se está buscando una contraprestación; por último, también pueden mostrarse “generosos” por mero interés.

En el primer caso, es necesario hacerles ver que la persona generosa no es ésa que úni­camente se esfuerza con las personas que denomina «simpáticas», sino quien, de acuerdo con una jerarquía de valores, presta su atención a los que más lo necesitan.

Por otro lado, no hay nada de malo en que un niño pequeño se comporte generosamente buscando la contraprestación (es decir, esperando que en otra ocasión la persona “beneficiaria” se comporte con él de manera similar). Nos encontraríamos en un estadio poco maduro de esta virtud, pero que puede servir como punto de partida para que los padres vayan cimentando su aprendizaje y la rectitud de los motivos para ser generoso.

En cambio, el dar interesado es muy diferente. No suele conducir al desarrollo de la virtud de la generosidad. Significa que la per­sona está pensando, en primer lugar, en las consecuencias para él. Esta actitud conduce más bien al egoísmo. En este caso, los padres deberán estar alertas para corregir este tipo de comportamientos y encauzarlos hacia otros verdaderamente generosos, aunque lo hagan apoyándose en los dos tipos de motivaciones que hemos mencionado en primer lugar.

En el camino de la auténtica generosidad

Hemos visto que los motivos para ser generoso son: agra­dar a otra persona por simpatía o la contraprestación.  Los padres, sin embargo, pueden abrir nuevos horizontes a sus hijos sugiriéndoles otros actos que pueden llegar a ser realmente una muestra de generosidad o explicándoles la necesidad que tiene alguna persona de recibir, para que se es­fuercen y desarrollen un hábito de actuar en favor de los de­más. Indudablemente, será mucho más fácil conseguir este desarrollo si existe, en los padres, un ejemplo en este sentido y, en consecuencia, un ambiente de participación y de servicio la familia. Precisamente por eso los llamados «encargos» tienen sentido. También los padres pueden enseñar a sus hijos valor de lo que poseen, el dinero, objetos tangibles, su posi­bilidad de perdonar, su tiempo, etc.

Si, en el fondo, la persona no vive la generosidad por una conv­icción profunda de que los demás tienen el derecho de reci­bir su servicio, difícil­mente existirá una generosidad permanente en desarrollo. Por eso, es más importante el concepto de “darse” que el de “dar”. Se puede dar sin identificarse con lo dado, sin simpatizar con la otra persona. Lo que buscamos al educar en esta virtud es que los hijos sean capaces de “dar” incondicionalmente, que es lo mismo que decir “darse”.


Para saber más: La educación de las virtudes humanas. David Isaac, ed. Eunsa.

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